Cuando no nos hacíamos tantas fotos, la foto fundacional era vestido de marinerito. La Primera Comunión cerraba el ciclo abierto por el bautismo, que era un ciclo de ritos no pedidos ni aceptados y donde uno pasaba del ahogamiento sagrado a comer pan de pobres. Esta ingesta de un Dios fileteado (la hostia en sí) la hacían las niñas de blanco, como novias tentativas. Con los niños, sin embargo, no se sabía qué hacer, porque no se veía mucha diferencia entre ir vestido de novio e ir vestido de gángster. Entonces, alguien quizá mareado, con barco o con cargo de almirante decidió que el equivalente a no saber nada del amor era no saber nada del mar. Novias diminutas y marineritos sin rumbo poblaron la España del siglo XX.
Ahora vuelven las comuniones, parece que con fuerza debido a que dejan un registro más esplendoroso que el libro del mismo nombre. Mi primera comunión es el libro que más se ha perdido en la historia de Occidente, y eso que era gordo y de páginas duras y con tu nombre en la cubierta. Aquella primera comunión la fotografiaban para tener cargos contra ti, como el whatsapp de tu infancia, y casualmente a todo el mundo se le ha borrado ese whatsapp donde viste de marinero y se pone en fila para recibir un doblón de pan que sabía raro.
Es Instagram, la juerga de Instagram, el maná de likes de Instagram el que ha revitalizado esta tradición largamente en peligro. Para tomar la primera comunión hay que estar bautizado, y ahora mismo apenas la mitad de los niños se bautizan. Esto hace pensar que no habrá niños suficientes en el futuro para comer tanto cuerpo de Cristo, y por eso nuevamente es buena la inmigración, porque, donde tú ves colombianos y ecuatorianos, Dios ve novias y marineros. Instagram, sin embargo, sólo ve dinero.
Por eso es buena la inmigración, porque, donde tú ves colombianos y ecuatorianos, Dios ve novias y marineros. Instagram, sin embargo, solo dinero
La red social se llena de vestidos blancos y canesús y cielos azules y céspedes gratamente verdes mientras corre la fe y la ginebra. Hay algo triunfal en la vuelta de las comuniones, y es que ahora se hacen porque quieres. Los niños antes íbamos como corderitos al matadero de un ritual que nadie nos permitía desatender. Ahora, sabiendo que eso es materia de like, más madera para el capital simbólico del patio del colegio, los niños (y asumo que sobre todo las niñas) se prestan todos a fingir que creen en Dios para conseguir que crean en ellos. Es el primer paso de una vida dedicada a poner en internet sólo tus mejores fotos.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F0cb%2Fe82%2F75f%2F0cbe8275fcb3e3b262211f24ac48ca42.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F0cb%2Fe82%2F75f%2F0cbe8275fcb3e3b262211f24ac48ca42.jpg)
Los niños sin Dios, sin embargo, naufragan. No tienen vestidito, no tienen marinería, te preguntan quién es Cristo y se quedan sin fiesta a los ocho o nueve años. Las comuniones, piedad al margen, son un golpe de mano de la autoestima infantil, incluso de la autoestima familiar, pues se presentan como un reflejo de la capacidad de una familia para tirar el dinero en una tarde. Por si las niñas no se casan, se tira el dinero equivalente al de una boda.
Sin embargo, me cuesta imaginar al niño de hoy yendo a la autoescuela divina que se exige para la primera comunión. La catequesis, ya por el nombre, suena tan apetecible como un trabajo en Renfe. Leo que este taller de la fe dura dos años en España, aunque es cierto que yo me recuerdo yendo a catequesis durante una eternidad. Para estar guapa hay que sufrir. Para estar en Instagram hay que velar armas en una parroquia, viendo a un cura de cerca.
La catequesis, ya por el nombre, suena tan apetecible como un trabajo en Renfe
Después llega el buen o mal trago, la ingesta en sí, que todos recordamos como demasiado palatal, pues Dios tiene querencia por la alturas, y el pan sagrado se te pegaba al cielo del paladar como una calcomanía. La primera comunión es literalmente la primera vez que ingieres un comestible no particularmente sabroso, ni siquiera masticable, y hay algo en esa parte del rito que justifica su condición, pues todo rito es desagradable y, al mismo tiempo, un alivio. Ya está hecho y ahora puedes cometer todos los pecados.
Las comuniones sólo se salvarán si ofrecen algo más que un camino de salvación. Deben ofrecer estatus. Oigo la palabra “comunión” por la calle y siempre es a una señora hablando por teléfono. “Ayer estuvimos de comunión”, dice, como quien tuve recepción con Felipe VI. Caminando entre valores en ruinas, estas ceremonias proponen un dividendo social que combina exhibicionismo y tradición, que vuelven la tradición un reel único, canjeable en vanidad instantánea. Es la religión del espectáculo, la fe absoluta en que, por una foto más, vale la pena recuperaruna tradición que parecía condenada.